"La Rivista di Engramma (open access)" ISSN 1826-901X

207 | dicembre 2023

97888948401

Emociones

Del dolor y gloria de María

Victoria Cirlot

English abstract

Il Museu Frederic Marés di Barcellona presenta, dal 30 novembre al 26 maggio 2024, la mostra Emociones. Imágenes y gestos del pasado y del presente. Riunendo e facendo dialogare tra loro sculture medievali e moderne della collezione permanente, opere del XX secolo e video-arte contemporanea, la mostra si propone come un “itinerario emozionale” attraverso alcune costanti affettive (la passione, ferita, la gloria) del pensiero visuale cristiano e occidentale. “La Rivista di Engramma” presenta in anteprima il saggio in catalogo di Victoria Cirlot, ideatrice e curatrice della mostra.

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De la tristeza a la alegría: este es el itinerario emocional que aquí nos ocupa, centrado en la figura de María, la Virgen y Madre de Cristo, Dios y hombre. María es la espectadora más próxima a la tragedia o la epopeya de la Edad Media cristiana en la que sobrevivieron los héroes y emergieron los santos, aunque no pudieran competir con la historia de Cristo. Fue aquélla una historia humilde, que exigió un estilo humilde (sermo humilis), lejos de la retórica antigua que en un estilo elevado (sermo sublimis) había construido los relatos de los grandes guerreros cuyo destino era la muerte en el combate. La humildad de la historia de Cristo se cifra en que su muerte será una terrible humillación, aunque paradójicamente en ella se oculte su gloria. Este es el gran tema que en la Edad Media se recreó intensamente a partir del siglo XIII con efectivas ampliaciones y elaboraciones de la Pasión que en los Evangelios se describía sin detalle, resuelta en unos textos que no permitían adquirir verdadera conciencia del gran suceso. En un Apéndice a un artículo sobre el estilo humilde titulado Gloria passionis, Erich Auerbach destacó la gran novedad de la historia, “lo nunca oído”, en donde el sufrimiento, la passio, era exaltada por un amor ardiente, convirtiéndola en gloriosa. Frente a todas las ideas clásicas, y sobre todo, frente al estoicismo, la perfección no residió en la superación de las pasiones, sino por el contrario en una completa inmersión en ellas, esto es, en el dolor y en el sufrimiento,  pues “el que no se entrega, sufriendo con él, a la passio del Salvador vive con el corazón endurecido, en la obturatio cordis” (Auerbach 1969, 70-79). En la figura de María se concentró esta nueva idea pues ella, al pie de la cruz, es la perfecta realización de la compasión, en el sentido literal de “la que sufre con”. 

Si la gran novedad cristiana residió en el modo en que se comprendió la relación estrecha entre dolor y gloria, hay que recordar que la unión de esos dos elementos poseen en la historia europea una dimensión estructural. Ernst Robert Curtius, al tratar de argumentar en una época de profunda crisis la unidad de la cultura europea, se ocupó de exponer la existencia de estructuras o “tópicos” que una y otra vez iban haciendo su aparición en distintos momentos históricos con mayor o menor creatividad. Así, por ejemplo, el topos fortitudo-sapientia (valor-sabiduría) que, como un conflicto o bien en perfecta armonía, podemos encontrar desde Homero hasta el siglo XVIII. La tópica de Curtius se alimentó tanto de Carl Gustav Jung como de Georges Dumézil, y también de las Pathosformel (fórmulas del pathos) de Aby Warburg a quien dedicó su libro, junto a Gustav Gröber (Curtius (1948), 2022, 252-256). Pero fue Gregory Nagy quien renovó la lectura de la Ilíada al desplazar la cólera de Aquiles a su dolor y gloria: su dolor por la muerte de Patroclo, que es lo que le incita a tomar de nuevo las armas, y su gloria (kléos) que alcanza con su muerte en la contienda. Y fue el significado del propio nombre de Aquiles, de ‘akhos’ que significa ‘pena’, ‘sufrimiento’, lo que le hizo recapitular acerca del verdadero tema del poema (Nagy 1994, 93-97). 

Así pues, del dolor a la gloria es tanto el recorrido de Aquiles como el de Cristo hombre o de María. Sin embargo, si la persistencia estructural resulta sorprendente cuando se la descubre porque nunca es evidente, lo que causa verdadero asombro son las elaboraciones que dotan a la misma estructura de significados diferentes, incluso a veces opuestos e inversos. Y no solo eso, sino que construyen historias diferentes, porque naturalmente la historia de Cristo y de María, no es la de Aquiles. 
En la escena de la pasión de Cristo en la cruz, Cristo no está solo. Sobre todo no está solo, no porque esté rodeado de soldados romanos y de judíos a quienes nada les importa lo que está allí ocurriendo, sino porque al pie de la cruz están los que le aman: María, Juan, María Magdalena, María, mujer de Clopás y hermana de su madre (Juan 19, 25-27). Todos aquellos que asistieron y sufrieron su muerte, y por quienes los místicos sentirán suprema envidia, son los que servirán de ejemplo para todos los que no pudieron estar presentes y que solo podrán, a través de la meditación y las visiones, acceder a una pasión que solo puede ser una “compasión”. Esa intensa participación activa en la muerte de Cristo será el centro de la vida cristiana, y además constituirá un modo de comprensión de la vida en la que dolor y sufrimiento ocupan un lugar axial. El dolor de María es, por tanto, aquello con lo que es necesario “conformarse” más que imitar, según el concepto de la conformitas forjado y difundido por el franciscanismo, la tendencia espiritual que más contribuyó a crear toda la concepción de la gloria passionis en la Edad Media. “La vida y la estigmatización de san Francisco de Asís convierte en realidad concreta la unión de pasión y sufrimiento, el salto místico de la una al otro”, comentaba Auerbach, a lo que habría que añadir todos aquellos textos que en la segunda mitad del siglo XIII ampliaron extensamente el relato de la Pasión aportando descripciones y detalles, que fueron también ampliamente representados en las artes del gótico. Del dolor de María quedan las representaciones de sus gestos. Aby Warburg contribuyó extraordinariamente a que la historia del arte atendiera a la gestualidad como expresión de las pasiones, al forjar el término Pathosformel (fórmula del pathos), en la idea de que en la antigüedad se creó un repertorio de fórmulas en las que quedaba plasmado esencialmente el dolor, y al que recurrieron de modo incesante los artistas renacentistas. (Cirlot 2019, 8-19). Gestos de rostros y manos configuraban un lenguaje no verbal auténticamente significativo que podía narrar lo que quedaba oculto en la interioridad. Los gestos eran pues la manifestación de afectos, pasiones o emociones, tres términos que pueden considerarse prácticamente sinónimos si bien las distintas épocas históricas han elegido unos en detrimento de otros. En un extenso y detallado estudio de la historia de las emociones o pasiones, Thomas Dixon sostiene que “El término clásico más cercano etimológicamente a "emoción" era el latín motus, que significa simplemente "movimiento", pero que a veces se utilizaba más específicamente para referirse a los movimientos del alma. La categoría básica en la psicología afectiva cristiana primitiva, al igual que en el pensamiento clásico, se denotaba con el término latino ‘pasiones’ (o, más plenamente, passiones animae), que a su vez era una latinización del griego pathé". (Dixon 2003, 39). Por su parte, Barbara H. Rosenwein en su estudio sobre lo que ella denomina “comunidades emocionales” en la alta edad media, señala los diferentes usos y significados del vocabulario pasional según las distintas lenguas (Rosenwein 2006, 3-4). Desde la neurociencia, Antonio Damasio ha advertido acerca de la dificultad de distinguir las emociones aunque las clasifica del modo siguiente: 

La mención de la palabra emoción suele traer a la mente una de las seis emociones llamadas primarias o universales: felicidad, tristeza, miedo, cólera, sorpresa o disgusto. Simplifica el problema pensar en las emociones primarias pero es importante darse cuenta de que hay otros numerosos comportamientos a los que se ha etiquetado como ‘emociones’. Son las llamadas emociones secundarias o sociales, como la turbación, los celos, la culpa o el orgullo, o las llamadas emociones de fondo, como el bienestar o el malestar, la calma o la tensión. También se ha aplicado la etiqueta de emoción a los impulsos y a las motivaciones y a los estados de dolor y placer (Damasio (1999) 2021, 60). 

En su último libro dedicado a las emociones, Georges Didi-Huberman piensa que en lugar de hablar de émotion, sería mejor utilizar el infinitivo émouvoir, “para marcar el valor de proceso, o sea, de proceso infinito.” (Didi-Huberman 2023, 21). Interesa conservar esta idea según la cual ese “movimiento” inherente a la “emoción”, etimológicamente hablando, es un “proceso” que no termina nunca, y al hablar de proceso pensamos en la transformación continuada, en la posibilidad de que una emoción se transforme en otra distinta, incluso en su contraria, o que en una misma emoción conviva una opuesta, con lo que accederíamos a una cualidad propia de las emociones consistente en su “porosidad”. Dentro de este orden de ideas, “del dolor a la gloria” puede entenderse como un proceso que lleva de la tristeza a la alegría, pero también cómo la alegría está albergada en la tristeza y la gloria ya se ha alcanzado en el dolor. La gloria passionis que instaura el cristianismo no podía de ningún modo condenar las pasiones, ni podía cifrar la perfección en la apatheia, es decir en la anulación pasional, tal y como habían hecho los estoicos. En La Ciudad de Dios, san Agustín recoge la tradición antigua para valorarla. En el libro IX nos dice: 

Dos son las opciones de los filósofos sobre estos movimientos del espíritu, que los griegos llaman pathe, algunos de los nuestros, como Cicerón, perturbaciones, otros disposiciones o afectos, algunos en cambio como éste, pasiones, que traduce con mayor propiedad el término griego. Algunos filósofos afirman que estas perturbaciones, disposiciones o pasiones también afectan al sabio, pero moderadas y sometidas a la razón, de modo que el dominio de la mente les impone en cierto modo unas leyes que las contengan en la necesaria moderación. Ésta es la opinión de los platónicos o aristotélicos, pues Aristóteles, fundador de la escuela peripatética, fue discípulo de Platón. En cambio, otros como los estoicos no aceptan en modo alguno que tales pasiones afecten al sabio. Por otra parte, Cicerón en sus libros Del supremo bien y del supremo mal demuestra que éstos, es decir, los estoicos, discrepan con los platónicos o peripatéticos en las palabras más que en los hechos, pues los estoicos prefieren no hablar de bienes, sino de ventajas físicas y externas, porque pretenden que no existe ningún bien propio del ser humano salvo la virtud, concebida como arte de vivir bien que no se halla salvo en el espíritu. ( Agustín 2023, IX, 4,  93)

Ya en san Agustín nos encontramos con diversos vocablos para aludir a lo que aquí hemos decidido denominar “emociones”, distinguiendo entre dos posturas diferentes ante ellas: la de los platónicos y aristotélicos que aceptan las pasiones incluso en la vida del sabio pues pueden ser dominadas y controladas por la razón, frente a los estoicos que en cambio las entienden inconciliables con la sabiduría. En el libro XIV vuelve a tratar este asunto de un modo más extenso. Siguiendo a Cicerón, distingue entre cuatro “perturbaciones”, – deseo, temor, alegría, tristeza – en las que considera que “está contenida toda forma de vicio propia de las costumbres humanas” (XIV, 5, 421), aunque en el capítulo siguiente las hace depender de la voluntad humana, entendiendo que si ésta es perversa, lo serán también los “movimientos”, mientras que si es recta, serán “intachables” (XIV, 6, 423). Y así, explica las cuatro emociones anteriormente citadas: 

Por consiguiente, el amor que desea ardientemente poseer lo que se ama es el deseo, el que lo posee y disfruta de ello la alegría; el que huye de la adversidad es el temor, el que la siente si le acontece, la tristeza. (XIV, 7, 425-6). Al hacer derivar las emociones del amor éstas ya nada tienen que ver con los vicios, ni con las enfermedades, ni con la depravación (XIV, 9, 435). 

Concluye diciendo: 

En efecto, sentimos estas emociones por la debilidad de la condición humana, pero no así el Señor Jesús, cuya debilidad tuvo origen en su poder. Pero mientras nos acompaña la debilidad de esta vida, si no las sintiéramos en absoluto, entonces no viviríamos rectamente. Pues el apóstol vituperaba y detestaba a aquellos de los que dijo que no sentían emociones. Igualmente los censuraba el salmo sagrado, diciendo de ellos: estuve esperando a quien sintiera mi misma tristeza, y no lo hubo (XIV, 9,  436).

La humanidad implica una vida emocional, en la que las emociones pueden ser positivas y negativas. De lo que se trata es de ejercitarse en las positivas y desechar las negativas, pero no de suprimirlas indistinta y radicalmente. La figura del santo, que el cristianismo ensalzará como modelo perfecto, tiene poco que ver con la figura del sabio que, en principio, debe alcanzar la indiferencia emocional por la superación de todas y cada una de las pasiones. 
Del dolor a la gloria de María: en esta exposición se busca indagar en las manifestaciones del dolor de María, testigo privilegiada del sacrificio de la cruz, para llegar hasta su gloria. Se desplegará un recorrido que conoce una vía, la herida en el costado de Cristo, bien visible en el cuerpo muerto que descansa en el regazo de María, formando el grupo escultórico conocido como “Piedad”. Veremos cómo en el gótico la herida del costado se concibe como un camino que nos conduce a la interioridad de Cristo. Mantendremos aquí esta idea de la herida como camino y será lo que una los dos polos emocionales: el dolor y la gloria. Así, abrimos tres escenarios: en primer lugar, observamos el dolor de María al pie de la cruz; en segundo lugar, Cristo ya ha sido descendido de la cruz y contemplamos su herida del costado en la Piedad, y finalmente alzaremos la mirada a los cielos donde María será coronada, mostrando así su gloria.

1.    El dolor de María

Maria junto a la cruz, llena de lágrimas. Es la madre dolorosa y su alma, gimiente, afligida, dolorosa, ha sido atravesada por una espada. Esta es la primera estrofa del Stabat mater, la canción litúrgica que tanto éxito habría de conocer en la música europea:

I.a Stabat mater dolorosa
iuxta crucem lacrimosa,
dum pendebat filius;
I.b. cuius animam gementem,
contristantem et dolentem
pertransivit gladius.

Esta composición de diez estrofas acoge las novedades que supuso el siglo XII como el inicio de una nueva sensibilidad en la cultura europea, orientada hacia lo propiamente humano. En efecto, aunque la canción procede de una rica tradición lírica anterior también centrada en la Virgen, aquí ya se ha abandonado el tono maiestático con la intención de ofrecer una imagen diferente, ahora atenta a sus emociones. En una primera parte del poema (estrofas I-IV) se describe la situación, -María ante la cruz-, mientras que en una segunda parte (estrofas V-X), el orante se expresa en una primera persona que solo desea sentir lo mismo que la “madre dolorosa” (Krass 1998, 77). La imagen que contiene esta primera estrofa, la del alma de María atravesada por una espada (animam … pertransivit gladius) recoge la profecía de Simeón narrada por Lucas:

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: “Ésta está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción- ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma”- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones. (Lucas 2, 33-35).

Probablemente compuesto en un ambiente cisterciense, el Stabat mater, que se suele fechar sin mayor precisión entre los siglos XII al XIV, supone un dolor de María que es idéntico al de Cristo en la cruz: él, atravesado por los clavos y la lanza de Longinos, ella, por la espada. Esta identificación de Cristo y María en la cruz y al pie de ella, fue magníficamente mostrada en el Descendimiento de la cruz de Roger van der Weyden (Fig. 1), donde, como vio bien Otto von Simson, el desmayo de la Virgen repite la postura de Cristo descendido con la misma  palidez y la flacidez de brazos (Neff 1998, 255). A su vez, el espectador debía sentir compasión por María e, identificándose con ella, por Cristo. Este asunto fundamental, pues describe la función de la obra de arte gótica, es introducido en el poema con la pregunta retórica repetida: 

III.a Quis est homo, qui non fleret,
matrem Christi si videret
in tanto suplicio?
III.b     Quis non posset contristari,
piam matrem contemplari
dolentem cum filio?

Quis … quis: ¿quién no lloraría al ver a la madre de Cristo en tal suplicio? ¿quién no se entristecería al contemplar a la pía madre doliente? En la segunda parte, María es denominada Fons amoris (fuente de amor) y en ese misma estrofa puede verse como el dolor se combina con el amor, ahora del orante, que ha pasado a un primer plano: 

V.a Eia mater, Fons amoris,
me sentire vim doloris
fac, ut tecum lugeam;
IV.b fac, ut ardeat cor meum
in amando Christum deum,
ut sibi complaceam.

El ruego del orante consiste en sentir el mismo dolor que la Virgen (me sentire vim doloris) y que su corazón arda en el amor a Cristo (ut ardeat cor meum/in amando…). El poema va creciendo en intensidad a cada estrofa por medio de las preguntas retóricas, y las exclamaciones (Eia) para terminar con la palabra gloria. El deseo de sufrimiento con Cristo a través de los que fueron testigos de su crucifixión lo expuso de modo explícito la reclusa de Norwich, Juliana, que al principio del Libro de revelaciones fechado a finales del siglo XIV, dice:

En cuanto a la primera me parecía que tenía alguna experiencia de la Pasión de Cristo, pero deseaba tener más, por la gracia de Dios. Habría querido haber estado en aquel tiempo con Magdalena y con los otros amadores de Cristo, para ver con mis propios ojos la Pasión que nuestro Señor sufría por mí … (Juliana de Norwich 2002, 41). 

Será la facultad visionaria la que ofrezca a Juliana una experiencia semejante a María y a Magdalena, que actúan como modelos compasivos y son intermediarias de la Pasión de Cristo. En un rico y sugerente estudio, Amy Neff mostró cómo el desmayo de María ante la cruz no solo procede del dolor por la tortura del hijo, sino que también remite al parto. Por mucho que se insistiera en que el parto de María sucedió sin dolor, coexistió junto a esa convicción, la del parto doloroso. Confrontando las posturas del desmayo ante la cruz y las de algunas imágenes de parto, Neff comprobó la semejanza, lo cual quedaba corroborado en textos como los de Rupert von Deutz (muerto en el año 1135) o san Alberto Magno (1240-1270) (Neff 1998, 255-262). Compasión y parto confluyen en el desmayo de la Virgen cuyo sufrimiento está relacionado con su poder de traer la salvación a la humanidad. En la crucifixión de Bartolomé Uceda, la Virgen es sostenida en su desmayo al pie de la cruz por san Juan que rodea el cuerpo con su brazo (Fig. 2). Veamos otros gestos.
Con la Vita beatae virginis Mariae et salvatoris rhytmica, de la primera mitad del siglo XIII, aparece un nuevo género en el que la historia neotestamentaria se compone como una biografía de María (Krass 1998, 129-130). Destaca en el relato la atención a sus gestos de dolor en el Calvario. Citaré como ejemplo un solo pasaje:

Cada vez que con el martillo clavan un clavo
    para clavar en la cruz a su hijo,
    lanza un grito (clamabat stridens) como si penetrara
    en su corazón una espada que la matara (ac si penetraret per cor eius gladius);
    gritaba a cada martillazo como si
    a ella misma la estuvieran clavando;
    cada vez que veía levantar el martillo,
    para clavar los clavos en los pies,
    aullaba como si la hubieran herido en el corazón;
junta las manos (complodit manus), se golpea en el pecho (tundens pectus), grita, llora (stridet, clamat, plorat),
    no sabe lo que hace de tanto dolor;
    se arranca el pelo, (evulsit crines), rasga sus vestiduras (peplum sicidt), se golpea     la cabeza (caput verberavit);
    ora cae, ora se levanta, ora se pone en pie, ora se sienta.
    Extiende las manos hacia su hijo (manus extendebat).
    Se lamenta tan amargamente
    que hace llorar a muchos de los que están allí.
    Repite muchas veces estas palabras:
    “¡Hijo mío, hijo mío, hijo mío,
    por ti muero, contigo muero!
(Vögtlin (ed.) 1888, 5060-5094, 172)

María grita estrepitosamente y sus gritos motivan al autor anónimo a introducir el motivo de la espada clavada anunciada por Simeón, pero aquí no en el alma sino en el corazón. Los gritos y llantos se acompañan de gestos como golpearse el pecho con las manos,  arrancarse el pelo, rasgarse sus vestiduras, golpearse la cabeza. La agitación aumenta con el desarrollo de la acción a partir de cuatro verbos seguidos:  cae / se levanta/ se pone de pie/ se sienta (cadit/ surgit / stabat / sedebat). Extiende las manos hacia su hijo. Nos encontramos, pues, ante el repertorio de la gestualidad del duelo tal y como se registró en la antigüedad clásica, según ese grado superlativo de la Pathosformel que tanto habría de ocupar a Aby Warburg (Cirlot 2019, 11). Esta manifestación gestual del dolor de María parece excesiva. En los primeros siglos del cristianismo, se pensó que María no podía estar dominada por el dolor, sino que, consciente de que el sacrificio suponía la salvación de la humanidad, su emoción predominante debía ser la alegría. Ambrosio de Milán (340-397) afirmaba que había leído que ella estaba allí, pero no había leído que llorara (Stantem illam lego, flentem non lego) (Neff 1998, 254). El obispo de Milán debía referirse a la lectura del Evangelio de Juan, único evangelio en que se cita la presencia de la Virgen en la crucifixión:

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo.” Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre.” Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.” (Juan 19, 25-27)

En efecto, este breve pasaje no se detiene en las emociones de María, sino que solo recalca su función materna con respecto a Juan, el discípulo amado, que, de algún modo, pasa a ser representante de toda la humanidad. La maternidad espiritual de María se combina con la paradójica maternidad virginal con respecto al Hijo, lo que la convierte en Madre de Dios, un atributo integrado sin reparos en la Iglesia bizantina (theótokos), aunque algo conflictivo en Occidente (Huhn 1954, 16). 
A pesar de que en el siglo XII en los ambientes cistercienses y victorinos comenzó a tener lugar una apertura a la humanidad de María, la representación de su dolor no se dejó llevar por la gestualidad desmesurada que hemos encontrado en la Vita. Predominó la contención expresiva, como puede apreciarse en el retablo del Maestro de la santa sangre dedicado a los siete dolores de María. Este retablo de la escuela flamenca, fechado entre 1520 y 1525, conservado en el Museo Marés nos muestra en el panel central a la Madre de Dios de la Soledad vestida con una túnica de color azul intenso sentada en un trono (Catàleg 1996, 258-289). Cruza sus manos sobre el pecho. En el panel derecho, María junta sus manos en posición de rezo ante el cuerpo inerte de Cristo. Estas son las posiciones de las manos que también muestran la colección de esculturas del Museo Marés referidas al quinto dolor de María, esto es, ante la muerte de Cristo en la Cruz (el primer dolor es la profecía de Simeón, ya citada, el segundo, la huida a Egipto, el tercero, el niño perdido en el templo, y los cuatro últimos ya se refieren directamente a la pasión: el cuarto es el camino al Calvario, el quinto, la muerte en la cruz, el sexto, cuando María recibe el cuerpo de Cristo y el séptimo se refiere a Jesús en el sepulcro).

1 | Madre de Dios de un calvario, Finales del siglo XIII, Madera policromada, 39 x 11 x 6 cm, MFM 676. 
2 | Anónimo, Santo enterramiento. La Madre de Dios y San Juan, Siglo XVI, Procedente de los Países Bajos o Alemania, Madera con restos de policromía, 127.0 x 82.5 x 37.0 cm.
3 | Círculo de Juan de Valmaseda. Madre de Dios de un calvario, Primer terçio del siglo XVI. Madera policromada. 122 x 41 x24 cm. MFM 1057. 

Una escultura policromada fechada en el siglo XIII presenta a María juntando sus manos en posición de rezo [fig. 1]. Las manos se unen de modo que dejan un espacio cóncavo y dibujan una forma semejante a una mandorla que hace pensar en el modo en que se resuelve la herida de Cristo a partir de principios del siglo XIV [fig.2]. En cualquier caso, adoptan una posición muy distinta, por ejemplo, a las de otra Virgen en el Calvario fechada a mediados del siglo XIV, en la que destaca el rostro compungido con la mirada dirigida hacia abajo. En cambio, con la mirada al frente y manos entrelazadas, esta Virgen en el Calvario no muestra signo alguno de dolor. Las manos cruzadas sobre el pecho aparecen en otras de las Vírgenes de la colección, como si éstas pudieran defenderla de la espada que atraviesa su corazón. Mayor dramatismo por el rostro mirando al cielo, por el movimiento de su ropaje, aunque con la misma postura de manos cruzadas es la que ofrece una Virgen del siglo XVI procedente de Valladolid [fig. 3]. Las manos también pueden cruzarse hacia abajo, como muestra otra Virgen cuyo cuerpo se inclina hacia una cruz no conservada, presumiblemente colocada entre ella y Juan. La Virgen mira al suelo con el rostro entristecido. Al séptimo dolor, el entierro del cuerpo de Cristo, pertenece un grupo escultórico, flamenco o alemán, formado por Juan y la Virgen, vestidos según la moda europea del siglo XV. 

A la Virgen le caen dos lágrimas del ojo derecho y otras resbalan por su mejilla izquierda, la boca está algo entreabierta, tiene los brazos estirados hacia abajo y abre las manos en señal de resignación. Estas manos no son originales, pero en la reconstrucción se ha seguido la posición que adoptan en otros entierros (Catàleg 1996, 270-273).

Estos ejemplos artísticos, situados cronológicamente entre los siglos XIII al XVI, buscan expresar un momento de la tristeza de María. El valor emocional de estas obras destaca al colocarlas junto a los trabajos de Bill Viola a quien la invitación del Getty Ressearch Institute en 1998 le permitió el estudio de obras de arte medievales y renacentistas, como la Anunciación de Dieric Bouts o La adoración de los magos de Andrea Mantegna,  así como también lecturas que habrían de ser fundamentales para su trabajo, como los estudios de Henk van Os, Jeniffer Montagu o Victor Stoichita, sobre arte devocional, emociones y mística. The Greeting (1995) y The Quintet of the Astonished (1998) anunciaban ya el nuevo Proyecto que ocupará a Bill Viola desde principios del segundo milenio, el ciclo de The Passions, para el que “imaginaba que las obras pudieran mostrarse en el soporte más avanzado para la proyección de vídeo: las pantallas digitales planas, que no solamente ofrecen una imagen brillante y definida, sino que además son portátiles, y por ello pueden aparecer en un contexto de exposición normal, al igual que los pequeños cuadros devotos cuyo formato deseaba evocar” a diferencia de las dos obras anteriores para las que se requería un entorno oscuro. (Walsh 2004,  26). La serie de Pasiones incluía varios dípticos a semejanza de los pequeños retablos medievales que podían cerrarse como contraventanas. En estas obras “Viola regresó al corazón expresivo de la imagen en movimiento” aunque no hubiera hecho ningún esfuerzo consciente “por revivir ideas del cine mudo” (Walsh 2004, 28). Según el testimonio de una de sus mejores actrices, Weba Garretson, a Viola le preocupaba sobre todo lo que él denominaba “arco de intensidad”, es decir, que la cámara captara “toda la sensación desde el principio hasta su punto culminante “(Walsh 2004, 24). Se trata por tanto de mostrar el proceso completo de un estado emocional, atendiendo a la expresión de sus rostros, captados en un primer plano, la contorsión de sus cuerpos y los gestos de las manos. En El ojo místico de Victor Stoichita Viola encontró un grabado del siglo XVII en el que se muestra todo un vocabulario de gestos de las manos tomado de un tratado titulado Chirologia, or the Natural Language of the Hand (Londres 1644).

En Observance [fig. 4] un flujo de personas avanza hacia nosotros. Sus rostros aparecen abrumados por las emociones. Como notó Peter Sellars, en el ciclo de Pasiones las emociones están extraídas de toda historia como para ser contempladas en su estado puro: “Como saliendo de ninguna parte, es decir, sin historia y sin contexto, observamos cómo la emoción empieza a bullir a través de sus seres.” (Sellars 2004, 129). John Walsh comprendió que Observance “es un ritual de dolor que hipnotiza al espectador”. Y que en este vídeo de alta definición en color sobre pantalla de plasma, nunca asistimos al objeto causante de semejante tristeza. Solo vemos la secuencia de reacciones. Y deducía que “la muerte y la pérdida deben ser la causa no vista” (Walsh 2004, 43). 

En los personajes de Bill Viola, un hombre y una mujer en los dípticos de Dolorosa (2000) o Montaña silenciosa (2001), hombres y mujeres cualesquiera vestidos en grandes almacenes, también podemos reconocer a María y a Juan, porque, tal y como dijo Hans Belting en el inicio de su conversación con Bill Viola: “No puedo dejar de recordar una larga historia de imágenes desde la Edad Media, que una y otra vez no muestra sino el nacimiento y la muerte, en la guisa de la Virgen María con el Cristo niño y el Cristo crucificado, los verdaderos modelos con los que hay que entender la vida.” (Belting, Viola 2004, 155). 

4 | Bill Viola, Observance (2002). Vídeo de alta definición en color sobre pantalla de plasma montada en pared. 120,7 x 72,4 x 10,2 cm. 

2. La herida de Cristo

Una de las cinco heridas de Cristo, la del costado que le inflige Longinos de la que sale abundante sangre aunque Cristo ya esté muerto, recibió en el estilo gótico un tratamiento muy particular y fue objeto de gran devoción además de otros usos y funciones derivados de múltiples asociaciones propias del pensamiento simbólico. Desde las primeras décadas del siglo XIV la herida del costado se presenta en posición vertical con una forma geométrica y abstracta, y desprendida del cuerpo de Cristo.  Un siglo después, la herida-mandorla fue dispuesta en posición horizontal, mostrándola como una apertura a la interioridad de Cristo que conducía hasta el corazón. Esta idea de la herida como camino hacia un lugar interior fue planteada mucho antes. Ya en la primera mitad del siglo XII, en el sermón 61 de su comentario al Cantar de los Cantares san Bernardo estableció interesantes relaciones entre las hendiduras de la roca y la herida de Cristo. Partiendo de una tradición anterior en la que “los huecos de la peña”, “las grietas de la roca” mencionados en el Cantar (Ct 2, 14), habían sido asimilados a las llagas de Cristo, san Bernardo opinó que “con toda propiedad, porque la roca es Cristo”.  Las llagas son un refugio “para nuestra debilidad”, “un descanso seguro y tranquilo” Y se preguntaba: “¿Por qué no puedo mirar a través de esa hendidura? […] Las heridas que recibió su cuerpo nos descubren los secretos de su corazón, nos permiten contemplar el gran misterio de la compasión …” Y sigue preguntándose dentro de la ley de correspondencias que une lo material y lo espiritual, el cuerpo y el alma, “¿Por qué no hemos de admitir que las llagas nos dejan ver sus entrañas?” (Bernardo, 1987, 769, 773). 
Una miniatura de las Horas de Pierre de Bretagne muestra la imagen de la herida de Cristo en posición horizontal. Como en otras ocasiones que ya fueron señaladas por Otto Pächt, la extrañeza de la imagen reside en que se ha trasladado al plano visual una figura retórica (Pächt 1986, 167), en este caso, la sinécdoque que toma la parte por el todo. En lugar de mostrar el cuerpo de Cristo en la cruz, se ha colocado la herida delante de la cruz que, más que adoptar la forma de mandorla, se resuelve aquí en forma de diamante. Son los ángeles los que muestran la herida, rodeada de las arma Christi,  y en su interior se vislumbra la figura del corazón (Easton 2006, 408). La herida del costado ha abierto así un camino a la interioridad de Cristo, simbolizada en el corazón, el lugar donde reside el amor, órgano corporal y símbolo. Esa apertura de la herida del costado hacia el lugar interior, la convirtió además en objeto de meditación, tal y como señaló Tomás de Cantimpré al escribir la vida de Lutgarda de Aywieres: “Y desde entonces meditaba Lutgarda como una paloma en la ventana mirando la luz del sol, contemplando fijamente el arco simbólico de la apertura cristalina del cuerpo de Cristo” (…et quasi columba meditans, in fenestra ad introitum solaris luminis, ostium crystallinum arcae typicae corporis Christi pertinaciter observabat) (McGinn 1998, 164, 201). Nótese la bella expresión utilizada por Tomás de Cantimpré para aludir a la herida del costado: “arco”, pues en efecto así se curva en muchos ejemplos, pero además llena de significado, y como “apertura cristalina”. El cristal fue símbolo de Cristo en la Edad Media por su forma de recibir la luz y reflejarla, y la imagen de la luz traspasando el cristal sin dañarlo sirvió para comprender el misterio del engendramiento de María que no perdió por ello su virginidad. En el museo Schnütgen de Colonia se conserva una cruz realizada en cristal de roca de finales del siglo XIII (Inv. F 2) (Westermann-Angerhausen, Täube, 2003, 114). En esta exposición la herida de Cristo, tal y como aparece en las distintas Piedades del Museo Marés, también pretende ser un punto de contemplación y meditación. Abre aquí un camino que nos conduce del dolor de María a su gloria, de su tristeza a la alegría como dos emociones polares que puedan darse conjuntamente pero que también pueden requerir un largo tránsito. Para ver la herida del costado como apertura hay que educar la mirada, tal y como hicieron algunos artistas medievales al resolver la herida sin el cuerpo de Cristo dotándole de la forma de mandorla. Antes de ver la herida en el cuerpo del Cristo de las Piedades, me detendré en algún ejemplo de las heridas- mandorlas.

5 | Damià Froment (atribuido a), Cristo crucificado, 1500-1545, Madera policromada, Cristo: 190 x 157 x 37 cm, Cruz: 260 x 160 x 5,5 cm.

Uno de los primeros ejemplos procede de un manuscrito realizado en la abadía de Villers (Bélgica). Se trata de un manuscrito misceláneo de vidas de santas y santos, que fueron recopiladas por el frater Johannes de S. Trudone en el año 1320, como puede leerse en el folio 1. El manuscrito estaba destinado a la comunidad femenina de Vrouwenpark, de la que el hermano Juan de san Trudón era el confesor.  En el centro del folio 150r vemos una herida mandorla de color rojo intenso, debajo de la cruz junto a la que se encuentran las arma  Christi como la corona de espinas y los clavos; otras arma Christi se alinean en la parte inferior del folio. A cada lado de la herida mandorla fueron copiados dos himnos: Salve plage lateris (“Salva herida del costado”) y O Fons aque paradisi (“Oh fuente, agua del paraíso”). Este folio interrumpe el largo poema atribuido al obispo Arnulfo de Villers en el que se alude a cada uno de los miembros de Cristo, desde el pie al rostro, que servía como apoyo de meditación, ocupando desde el folio 145r hasta el 152v. En el folio donde está representada la herida mandorla (folio 150r) se incluye una inscripción en la que se indica que la imagen reproduce la medida de la herida del costado: Hec est mensura vulneris lateris domini nostri ihesu Christi. Nemo dubitet quia ipse apparuit cuidam et ostendit ei vulnera sua (“Esta es la medida de la herida del costado de nuestro Jesucristo. Nadie puede dudar de ello porque se le apareció a alguien al que enseñó su herida.”). Como comprendió David Areford la representación de la medida, fue determinante para que la imagen no fuera solo devocional sino que además pasara a ser reliquia que al ser besada podía ofrecer la indulgencia del papa por siete años, como se lee en el rollo a la izquierda de otra herida-mandorla, la del grabado en madera de la National Gallery de Washington (Areford 1998, 212-224). También la miniatura del folio 150r contiene una inscripción que dice que “quien mire la herida en conmemoración de la pasión” (inspexerit in commemoratione passionis) recibirá una indulgencia del papa León. Un estudio dedicado a este manuscrito ha desvelado la función de obras como ésta en la Edad Media. Para comprender un folio como el que estamos comentando, es necesario, en primer lugar, dejar de lado la idea de “lectura” para adoptar la de “performatividad”, esto es, que más que “lector” de lo que se trata es de ser “performer”:  meditar miembro tras miembro del cuerpo de Cristo tal y como han sido enumerados en el poema del obispo Arnulfo, para finalmente centrarse en la herida del folio 150r, detenerse en ella y cantar los himnos que flanquean la herida. Todo ello en la fe de la indulgencia prometida en el mismo folio. Así es posible entender que un manuscrito como éste, tal y como propone Sarah Ritchey, fuera un “instrumento terapéutico”, en la idea de que ‘salvación’, significa tanto la salud del cuerpo como la del alma. La eficacia del objeto consistía en capacidad de transformación de su receptor, llevándole de la aflicción a la gracia, del pecado al perdón, de la enfermedad a la curación (Ritchey 2017, 1104, 1133). 

El folio 331 del salterio de Bonne de Luxemburgo ofrece una de las imágenes más bellas de la herida-mandorla. Atribuida al artista Jean le Noir, la mandorla ocupa aquí toda la miniatura. El color naranja intenso se combina con el blanco que la bordea y el negro vertical de su parte central, sobre el fondo azul y dorado. Rodeada también de las arma Christi, posiblemente las que se exponían en la Sainte Chapelle de París coleccionadas por el rey Luis IX, a las que Bonne tenía acceso por su matrimonio con Jean de Valois. La identidad de esta mecenas a la que se dedicó el salterio posee un gran interés pues descubre nuevos significados de la herida mandorla. Al casarse con Jean, Bonne renunció a la virginidad y cuando recibió el salterio, entre los años 1345-1349, ya había parido diez hijos que aseguraron la supervivencia de la dinastía Valois a pesar de la peste (Walker 2012, 37-39). ¿Y qué tiene que ver la herida del Cristo con el parto?, podemos preguntarnos. Para comprender los significados atribuidos hay que entrar en la red de asociaciones.
No hay duda de que la herida-mandorla podía asociarse con el sexo femenino, con la vagina, lo que no procedería de una mirada de nuestra época, sino también de la misma Edad Media, tal y como parece atestiguar una insignia de peregrino en la que tres falos transportan una vagina coronada como si se tratara de una reliquia. Johan Huizinga entendió cómo convivieron en la última Edad Media un profundo espíritu religioso junto a “las indecencias y las alusiones lascivas”, “las burlas y las veras”, la “broma picante y la diversión estimulante”, y cómo “la santidad del ritual” se unía “con la más desenfrenada alegría de vivir”. Restos de cultura primitiva parecían aflorar en una sociedad en que religión y erotismo no constituían ninguna contradicción (Huizinga 2021, 149-150). No solo no son contradictorios, sino que, como sostuvo Georges Bataille, el erotismo y la religión convergen, existiendo además un “erotismo sagrado”, además de los erotismos de cuerpos y de corazones. Con todo, también se preocupó por evitar confusiones: “No quiero decir que el erotismo y la santidad sean de la misma naturaleza. […] Quiero decir solamente que una y otra experiencia son de una intensidad extrema. Cuando hablo de santidad, hablo de la vida que determina la presencia en nosotros de una realidad sagrada, de una realidad que puede conmocionarnos absolutamente. Ahora me basta con mirar la emoción de la santidad por un lado, y la emoción erótica por otro, en la medida en que su intensidad es extrema. De estas dos emociones, quiero decir que una nos acerca a los demás hombres y que la otra nos separa dejándonos en soledad” (Bataille 2011,17, 259).

Con la herida-mandorla nos situamos en el territorio del erotismo sagrado y, en ocasiones, de la sexualidad. De la rica constelación de asociaciones que motivó, siguiendo a Martha Easton podríamos sintetizarlas en tres, todas ellas ligadas a la feminidad: la herida como flujo de sangre lo que remite a la menstruación, la sangre como un líquido que puede ser asociado a la leche y por tanto se refiere a la lactancia, y la herida como vagina que aludiría al parto. En las ideas médicas imperantes en la época, entre autoridades como el médico Henri de Mandeville, se concebía que la leche materna derivaba de la sangre menstrual, por lo que la vagina también era asociada con los pechos (Easton 2006, 397-400). Así pues, la herida-mandorla del salterio de Bonne de Luxemburgo, podría estar relacionado con sus múltiples y sucesivos partos, asimilados a la agonía física de la pasión de Cristo (Walker 2012, 37). Los textos de las místicas hablan de la herida de Cristo: de cómo Cristo se las muestra,-  un motivo bien definido, la ostentatio vulnerum -, y de cómo ellas beben de la herida, la chupan o la besan. El testimonio de Angela de Foligno  en su Libro de la experiencia, resulta altamente expresivo. En el decimocuarto paso narrado en el capítulo primero, dice:

Y después me fue concedida una disposición admirable por la cual me podía
meter toda dentro de Cristo (me poteram tota mittere intus in Christum). Y entonces me metía dentro de él con mucha confianza y certeza, que yo recuerde más que si antes lo hubiera hecho o hubiera tenido esa experiencia. Y me metía como si estuviera muerta con la admirable certeza de que ello me revivía. (Ángela de Foligno, 2014, 87). 
 

Una escena semejante a la de Ángela de Foligno besando la herida de Cristo se encuentra en la Vida de santa Catalina de Siena de Raimundo de Capua. En el manuscrito de París de procedencia renana, la miniatura que ilustra la escena es, intensamente apasionada, y casi puede verse la lengua de la santa chupando la herida. Contrasta con la miniatura de la copia de Berlín, y constituye un claro ejemplo que ilustra la reticencia de los reformistas con respecto a las imágenes (Hamburger 1998, 460). 
Textos e imágenes han mostrado el fuerte erotismo de la herida-mandorla. Pero al mismo tiempo, no es posible olvidar que la mandorla, como resultado de la intersección de dos círculos, cielo y tierra, era propiamente el lugar teofánico, por lo que esta figura geométrica fue elegida para situar a la Maiestas Domini en el arte románico. 
Las heridas-mandorla, que solo se encuentran en libros de oraciones privados, es decir que nunca pasaron al gran formato de la pintura mural ni de la escultura, son determinantes para que ahora detengamos nuestra mirada en la herida que no se ha desprendido del cuerpo de Cristo sostenido por la Virgen en las escenas de la Piedad, el sexto dolor de los siete adjudicados a María. Después de ver las heridas-mandorlas, las heridas en el cuerpo de Cristo adquieren una relevancia insospechada. En la Piedad fechada hacia el año 1500, probablemente procedente de Carrión de los Condes, María sostiene el cuerpo rígido de Cristo, de cuya herida, resuelta claramente en forma de mandorla, sale un hilo de sangre. En el grupo de la Piedad de cuatro personajes, como lo denominó Emile Mâle (Catàleg 1991, 283-284), La Virgen en el centro, humildemente vestida, junto a Juan y la Magdalena con vestimenta lujosa- la herida del costado se arquea y de ella brota un río de sangre. María contempla a su hijo con las manos juntas en posición de rezo, mientras los rostros de Juan y Magdalena reflejan un dolor contenido. En el crucifijo atribuido al gran escultor Damià Froment,(Catàleg 1996, 227-228) [fig. 5] la herida de Cristo sale a borbotones como si fuera un racimo de uvas, concediéndole la materialidad que veían en sus visiones místicas como Juliana de Norwich. Aunque en este caso la sangre no proceda de la herida del costado sino de la cabeza con la corona de espinas, es interesante la descripción de Juliana por la solidez de la que quiere dotarla: 

Las grandes gotas (the gret dropes of blode) caían desde la corona como perdigones (like pelottes) y parecían salir de sus venas. Cuando salían eran de un rojo pardusco, pues la sangre era muy espesa, y cuando se extendían se volvían de un rojo brillante. /…/La abundancia se asemejaba a las gotas de agua que caen de los aleros de una casa después de un fuerte aguacero, cayendo tan copiosa (so thicke) que ningún ingenio humano podría contarlas. Y en su redondez (roundhede), al derramarse sobre la frente, eran como escamas de arenque (scale of hering).  (Juliana 2002,52-53; Cirlot 2018, 58-59).

En el Diccionario de símbolos, se lee que las uvas “frecuentemente en forma de racimos, simbolizan a la vez la fertilidad (por su carácter frutal) y el sacrificio (por el vino, en especial si es de color de sangre)” (Cirlot (1958) 2022, 458). María aparece en ocasiones sosteniendo un racimo de uvas con la mano derecha, mientras aguanta al Niño con la izquierda, como puede verse en la Madre de Dios del racimo procedente de la Rioja y perteneciente a un primer renacimiento cuando en la zona trabajaban maestros flamencos (Catàleg 1996,  197). 

Si miramos todas estas piezas del Museo Marés centrándonos en la herida del costado, y lo hacemos en campo restringido como nos han enseñado las heridas-mandorla, de inmediato percibiremos su proximidad con obras de arte informal y espacialista del siglo XX. La indagación de la materia, propia del arte informal, también sucedió con el cristianismo que al defender la encarnación y la humanidad de Cristo en contra de la herejía, tuvo que elogiarla, como sucede en la obra de Tertuliano (160-220), De carnis Christi. Georges Didi-Huberman entendió que ello supuso conceder un estatuto diferente a la imagen con respecto al paganismo al oponer “imitación” a “encarnación”, contraponiendo “lo visible” como resultado de la imitación pagana, a “lo visual”, la promesa de la imagen promovida por el cristianismo (Didi-Huberman (1987) 2007, 119, 127-128). Las visiones de Juliana de Norwich, que nunca fueron ilustradas, muestran imágenes que al ser justamente de campo restringido parecen contener ya en su núcleo el informalismo, anunciando obras como las de un Jean Fautrier o Antoni Tàpies (Cirlot 2018, 147-157). Al comentar las tres telas que Tàpies presentó en la III Bienal Hispanoamericana, Juan Eduardo Cirlot sostuvo que “Toda la superficie de la obra ha sido modificada de raíz; el artista no se ha limitado a “depositar” una imagen sobre el lienzo; ha intervenido en lo hondo de la materia y la trastorna para que pueda expresar su pathos violento” (Cirlot, (1958), 2020, 62). En Composició de 1955, el trabajo en la materia de Tàpies, la arena y pintura sobre la tela, parece crear un torso torturado sobre un fondo ocre [fig. 7]. El torso simplemente se intuye, sobre todo al haberlo colocado junto a las Piedades, para destacar las incisiones, – las heridas -, que lo surcan. En la exposición dedicada a Alberto Burri en The Solomon R. Guggenheim de Nueva York en el año 2016, Emily Braun relacionó el trabajo de Burri como médico en la segunda guerra mundial con su obra artística, mostrando la semejanza de heridas cosidas en cuerpos fotografiados y las arpilleras cosidas del artista italiano. También confrontó obras del siglo XV procedentes del Museo de Città di Castello frecuentemente visitado por Burri, como por ejemplo una en la que aparece representada la parte superior del cuerpo de Cristo y en cuya frente se dispusieron unas  gotas de sangre, y la Composición (Composizione) de Burri de 1953, en la que las arpilleras cosidas sustituyen a la carne y las gotas de sangre aparecen desprendidas de la frente y distribuidas en un fragmento del sacco (Braun 2016, 52, 57). Entre los ferri, también se encuentran algunas obras en las que no es posible dejar de ver cómo se abre la herida. 

6 | Lucio fontana, Fontana, Concepto espacial, espera, 1960, Acrílico sobre lienzo, 116 x 89 cm, Colección Reina Sofía, Madrid.
7 | Antoni Tàpies, Composició, 1955.Arena y pintura sobre tela, 81,4 x 100,2 cm. Colecció MACBA, n. 1928.


Aunque posiblemente el artista que está más cerca de las representaciones de la herida del costado en tanto que herida-mandorla, sea Lucio Fontana con los bucchi (agujeros) y tagli (cortes) [fig.6]. Frente a la repetida e insistente interpretación de estas obras como destrucciones, el artista argentino solo reconoció laceraciones de la tela en obras posteriores (Fontana (1962) 2015, 88), mientras que en cambio, tanto agujeros como cortes buscaban una “dimensión más allá del cuadro, la libertad de concebir el arte a través de cualquier medio, a través de cualquier forma.” (Fontana (1969), 2015, 124). En la célebre e importante entrevista de Carla Lonzi, Fontana afirmó que “su único descubrimiento había sido el agujero”, pues con él y con el corte abrió la tela a una cuarta dimensión después de que Paolo Uccello hubiera descubierto la tercera de acuerdo con el conocimiento científico del espacio de su época (Fontana (1969), 2015, 121). Denominó a estas obras Concetti spaziali (Conceptos espaciales) y como explica en dicha entrevista “no los llamé objetos porque me parecía demasiado materialista”, los llamó ‘conceptos’ “porque era el concepto nuevo lo que mostraba el hecho mental” (Fontana (1969), 2015, 119). Hay que añadir que estos “conceptos espaciales” descansaban en una religiosidad propiamente apofática o negativa: “El agujero es siempre la nada, ¿no? Dios es la nada … coincidía con mi idea: no creo en los dioses sobre la tierra, es inadmisible, Dios es inconcebible, por tanto hoy en día un artista no puede presentar a Dios en un sillón con el mundo en la mano y la barba …” (Fontana (1969) 2015, 117). Su reflexión es muy semejante a la del pseudo Dionisio Areopagita (siglos V-VI) cuando se indigna por una recepción literal de las alas de los ángeles o también a la del autor anónimo de la Nube del no saber, traductor además de la Teología mística del Areopagita (Cirlot 2018a, 34). A la pregunta de qué busca Fontana con su modo de hacer arte, él respondió: “Busco la nada, el vacío” (Fontana (1962) 2015, 85). Podríamos ahora colocar el corte de Fontana junto al espacio negro central de la herida-mandorla del salterio de Bonne de Luxemburgo y comprobaríamos que las relaciones que hemos establecido entre las heridas del costado de Cristo y el arte informal y espacialista no proceden de una pseudomorfosis (Panofsky (1956) 1992, 26-27), es decir de una semejanza superficial y banal, sino de la coincidencia de significados profundos, naturalmente expresados y argumentados según el lenguaje propio de las distintas épocas históricas. En un ensayo de 1996 Boris Groys recordaba que 
 

La historia del arte moderno es una historia del sufrimiento del arte. En el arte europeo antes de la historia del arte, cuando este arte aun no era histórico y solo ilustraba las historias, el relato histórico central, el mito central, era el martirio de Jesucristo. La imagen de Cristo en la Cruz, motivo central de todo el arte, es la imagen anterior a una resurrección que se produce en la oscuridad de la cueva, en una invisibilidad total. Todo lo demás no es sino esperanza, promesa y visión interna, pero no una realidad verificable. Las heridas, cicatrices y señales de la tortura del cuerpo de Cristo y en los cuerpos de los mártires cristianos posteriores que el arte cristiano ha documentado son una especie de escritura primigenia que muestra la autenticidad del cuerpo como cuerpo vivo del espíritu, a diferencia, por ejemplo, de los ídolos del pasado considerados ‘sin vida’ y ‘no históricos’ por el hecho de mantener intacto el cuerpo. Las heridas externas sobre la superficie del cuerpo son los únicos signos posibles de la subjetividad escondida en este cuerpo que puede tener historia. Es por ello por lo que la historia del arte puede concebirse como un martirio de la obra de arte. En efecto, los museos de arte moderno donde se preserva y representa la historia del arte nos ofrecen la imagen de este martirio cruel de la imagen. Desde principios del siglo XX, la obra de arte está sometida a torturas que solo con comparables con las torturas que revelan las señales en los cuerpos de los mártires. La imagen se quema, se corta, se desfigura, se ensucia y se maltrata físicamente de las maneras más diversas (en el plano simbólico o real). (Groys (1996) 2020, 151-152)

La reflexión de Boris Groys coincide plenamente con la intención de este ámbito entre las dos emociones polares, que es la herida de Cristo. La asociación entre la tortura del cuerpo de Cristo y la tortura de la tela en el arte moderno, sobre todo en la obra de Burri,  sería suficiente para la colocación conjunta de las piezas medievales y renacentistas con las modernas. Pero además los agujeros y cortes de Fontana vienen a añadir otro significado que continúa situando estas obras posteriores a la segunda guerra mundial en una espiritualidad y religiosidad que continúa siendo la de la mística apofática en la Edad Media.

8 | Bill, Viola, Study for Emergence, 2002, Vídeo en color sobre pantalla de plasma, 39,6 x 32 x 14,8 cm. 11:49 min, Actores: Weba Garretson, John Hay, Sarah Steben.


Una propuesta muy distinta a la del informalismo y el espacialismo en el tratamiento del cuerpo humano -el de Cristo en la Edad Media y Renacimiento - es la de Bill Viola, Emergence (2002), una videoinstalación de grandes dimensiones perteneciente al ciclo de The Passions, de la que aquí se expone el estudio preparatorio:  Estudio para aparición (2002), interpretado por Weba Garretson, John Hay y Sarah Steben [fig. 8]. Viola se inspiró en la obra de Masolino, una Pietà de 1424, en la que aparece el cadáver de Cristo en su tumba junto a María y Juan. En el video de Viola, en lugar de una tumba vemos una bañera de mármol a cuyos lados se encuentran dos mujeres. Como dice el texto escrito por Bill  Viola “el tiempo parece haberse detenido, y el objetivo de las acciones de las mujeres es una incógnita”. De la bañera emerge “la cabeza de un hombre joven, y luego todo su cuerpo, derramando el agua por el suelo del patio”. La mujer mayor “se levanta atraída por la aparición lenta y progresiva del cuerpo pálido del hombre”. “La mujer más joven toma uno de los brazos del hombre y lo acaricia como si hubiese encontrado un amor perdido”. El hombre se incorpora totalmente pero se tambalea y cae. Entre las dos mujeres lo tienden en el suelo. “Mientras le mece la cabeza entre sus rodillas, la mujer mayor rompe a llorar, y la más joven, sobrecogida por la emoción, le estrecha el cuerpo con ternura”. (Viola 2019, 88).Entre el Cristo de Masolino y el hombre joven de Viola destaca sobre todo una diferencia: el hombre joven no tiene ninguna herida en el costado. La actualización a la que Viola somete la antigua escena impide cualquier representación ficcional, al tiempo que hace verdad la afirmación del artista de “No me interesa la reescenificación de cuadros históricos.” (Viola 2004, 43). Y, en efecto, el hombre joven no es Cristo, como la mujer mayor tampoco es María, ni la joven, Magdalena. Aunque la referencia está clara y late detrás del vídeo como una sombra, Viola está contando “otra historia”.

3. La Gloria de María

El dolor de María se transforma en gloria. Transformación, mutación o transfiguración, son los tres términos que aluden a una manifestación sensiblemente diferente a otra anterior, pues el sufrimiento que conlleva la tristeza, profundamente humanos, mudan en una alegría y un gozo que supone una divinización. La humildad adquiere un tono de sublimidad que sitúa a esa nueva manifestación en el polo opuesto. En tres Evangelios (en el cuarto no se menciona), la transfiguración de Cristo en el monte Tábor, que tiene que ver con su luminosidad, antecede a la Pasión como una suerte de confirmación de que el que va a sufrir en la cruz posee además otra naturaleza que le permitirá triunfar sobre la muerte (Mateo 17, 1-8; Marcos 9, 1-8; Lucas 9, 28-36). El Cristo-logos ya “era” junto a Dios Padre antes de su encarnación, y también antes de la cruz. Este aspecto increado también fue adjudicado a la Virgen María que, como Inmaculada Concepción, gozaba ya de la eternidad. En el caso de María, el hecho de ser Madre de Cristo que es Dios (theotokos) tal y como fue declarada en el concilio de Éfeso del año 431, es lo que le presta otra dimensión que permitirá hablar de su gloria como reina de los cielos. Aunque ya es en la tierra donde se le concede la promesa de su gloria al ser representada con la corona, objeto concedido a los mártires, entre los cuales también se encuentra Cristo. El motivo iconográfico de la Madre coronada con el niño está atestiguado desde el siglo VI en ejemplos italianos que muestran un tipo de corona muy suntuoso con joyas y tiara, muy distinto del tipo que se encuentra en el resto de Europa (Lawrence 1925, 152). La Madre con el Niño aparece coronada, como puede verse en una talla procedente de Taüll en que el hieratismo, propio del románico, se combina con su majestuosidad. Sentada en posición frontal en un trono mal conservado, con el Niño sentado sobre sus rodillas, su corona está resuelta en una amplia diadema con cuatro florones como la que también lleva el Niño. Pertenecen al tipo “flor de lis”, atestiguado por vez primera en una miniatura del Evangeliario del obispo St. Bernward de Hildesheim, en que María aparece sentada en el trono con el Niño. Es la corona usada por Carlos el Calvo (840-877) o Roberto II de Francia (ca. 977) y que también se atestigua en manuscritos ingleses de esta época y posteriores (Lawrence 1925, 157). El monje de la abadía de St. Albans, Matthew Paris, realizó extraordinarios dibujos de la Virgen con el Niño coronada y con aureola. Esta Chronica maiora contiene además un folio en el que el monje dibujó una cabeza de la Virgen y el Niño, y dos cabezas de Cristo, una en la cruz y otra en la gloria (Rubin 2009, cap. 3), que refleja de modo inmejorable la transfiguración del rostro de Cristo.

9 | Jasper De Hemeleer, La glorificación de Maria, Finales del siglo XVI, Relieve, 12 x 9,5 x 20 cm.

Al mismo tipo “flor de lis” aunque más ornamentado según el estilo del último gótico, pertenece la corona que ostenta una Virgen María de pie con el Niño que además descubre con la mano derecha su pecho, al que tiende el Niño sostenido con su brazo izquierdo. Es esta una María lactante cuya leche, según la teoría fisiológica medieval, procedía de la sangre con la que se había formado el feto, de modo que se acentuaba así su feminidad al tiempo que su leche era asociada a la sangre derramada por la herida del costado de Cristo, lo que le concedía un carácter salvífico (Williamson 1998, 110). Pero por mucho que la corona ya acompañe a la Virgen en la tierra, su glorificación se concentra en que María será coronada en los cielos, tal y como vemos en un diminuto alabastro policromado que tiene la marca IDH, es decir, del artista Jasper de Hemeleer [fig. 9]. La Madre de Dios está en el centro con las manos juntas, de pie sobre un creciente sostenido por dos ángeles, mientras que en la parte superior otros dos ángeles le van a colocar la corona en medio de las nubes que rodean toda la escena (Catàleg 1996, 265-268). La coronación de María en los cielos fue documentada por vez primera, según Emile Mâle, en el célebre tímpano de la catedral de Senlis fechada en el año 1185, aunque más bien se trata del “triunfo de María”, porque la corona ya está colocada, mientras Cristo la bendice (Zarnecki 1950, 7). En el rosetón de Santa María del Mar realizada por un artista inspirado en la célebre Coronación de la Virgen de Enguerrand Quarton (1453-54), intervienen en la coronación las tres personas de la Trinidad, el Padre y el Hijo a cada lado de María, y la paloma sobrevolando la corona sobre su cabeza. La alineación de la paloma, el Espíritu Santo, con respecto a la persona de María se encuentra en una extraña y única miniatura que fue minuciosamente estudiada por Ernst H. Kantorowicz. Su extrañeza reside en que en lugar de haber representado una Trinidad, pues ese era el tema que el artista debía ilustrar, el Officium Trinitatis-, o en vez de haber mostrado una “binidad” que es de la que habla el primer verso del Salmo 109 (110) (“Oráculo de Yahweh a mi Señor: Siéntate a mi diestra/ hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies”), construyó una “Quinidad”, es decir un conjunto de cinco personas formado por, a la derecha, dos personajes con halo cruciforme que se identifican con el Padre y el Hijo de Dios, perfectamente iguales, además de otro conjunto, a la izquierda, constituido por la Virgen y el Niño, con la paloma sobre la cabeza coronada de María. La intención del artista consistió en representar las dos naturalezas de Cristo, es decir, secundum humanitatem, Cristo encarnado representado en el Niño con María, pero también secundum divinitatem, Cristo junto al Padre perfectamente igual a Él. La paloma sobre la Virgen incidiría en la humanidad de Cristo, en la medida en que el Espíritu Santo es el vehículo de la encarnación. Más que theótokos, esto es, Madre de Dios, María es aquí una christótokos. El hecho de que el Espíritu solo parezca atañer a la Virgen podría derivar de las antiguas doctrinas cristianas según las cuales el Espíritu Santo era femenino, que es su género en hebreo y en arameo (ruach, rucha), mientras que en griego es neutro (pneuma) y masculino en latín. (Kantorowicz 1947, 73-75; 79). 

La coronación de María, tal y como la vemos en el rosetón de Santa María del Mar, nos muestra una cuaternidad que posee un carácter arquetipal. En la interpretación psicológica de la gloria de María, Carl Gustav Jung lo expresó del siguiente modo:

Otro de esos símbolos fundamentales es la Trinidad. Esta última tiene un carácter exclusivamente masculino. Lo inconsciente, sin embargo, la transforma en una cuaternidad, la cual es a la vez una unidad, al igual que las tres personas de la Trinidad son un solo Dios. Puesto que la Trinidad había sido imaginata in natura, los antiguos filósofos de la naturaleza se sirvieron para representarla de los tres asomata, spiritus o volatilia, es decir, el agua, el aire y el fuego. El cuarto componente, sin embargo, era el somaton, la tierra o el cuerpo, que nuestros filósofos simbolizaron mediante la Virgen. (Jung (1938-40) 2008, 107, 71-72).

La integración de María en la Trinidad a través de su coronación es aquí comprendida como una exigencia del inconsciente que “necesita” formar la cuaternidad para obtener la unidad. El cuarto elemento, la tierra, estaría simbolizada en María. Un interesante comentario a una imagen alquímica se encuentra en Psicología y alquimia:

El proceso termina con una apoteosis de la virgen madre. La ya mencionada Pandora contiene una representación de la apoteosis en la forma de una asunción de María, de una “Asunción de la Beata Virgen María”. En lugar del hijo aparece aquí la Sapientia (Hermes senex). Es distinta del Espíritu Santo. Se trata de la producción de la cuaternidad. Abajo la extracción del espíritu Mercurio de la prima materia. (Sepculum Trinitatis). Después de la muerte y por un milagro divino, su cuerpo se une nuevamente al alma y sube al cielo con ella. Esta opinión ha sido elevada recientemente a la categoría de dogma. En la figura, María está caracterizada como terra, corpus, lyb, die wonn der jung-frown wardt (tierra, cuerpo que se convierte en goce de las vírgenes); la paloma desciende sobre ella y Dios Padre, desde la derecha, la toca con la mano en bendición. Está coronada. La figura de Dios con la esfera universal está caracterizada como anima, Seel, Jesse pater, filus et mater. Mater se refiere a la reina del cielo entronizada junto a él, el rey, y en la cual la materia de la tierra, transfigurada como cuerpo de resurrección, es admitida en la divinidad. A la izquierda de la reina se encuentra una figura barbada, de igual importancia que la de Dios Padre, que muestra la leyenda, Sapientia, Wyssheit. En la parte inferior de la figura está representada la liberación del rebis de la materia prima. El conjunto tiene forma de mandala y está circundado por los símbolos de los evangelios. La leyenda en el borde interior del cuadro dice: “Figura del Espejo de la Santa Trinidad.” (Jung (1944) 2005, 263).

Esta interpretación psicológica de la gloria de María desde la alquimia es un modo de actualización de la teología medieval que nos acerca a la escena de la coronación adjudicándole nuevos significados que a su vez nos abren a otras posibilidades interpretativas. En las mismas representaciones de la Edad Media la irrupción de María en la Trinidad resulta francamente sorprendente y por mucho que se incida en su maternidad como argumento, no deja de construir un orden cuya novedad consiste en la integración de lo femenino. Esta es la sorpresa que nos transmiten algunas místicas como Ángela de Foligno para quien la gloria de María fue objeto de una experiencia visionaria. Ángela describió así su visión:

“En cierta ocasión”, dijo la fiel de Cristo, “fue elevada mi alma -y entonces no estaba en oración, sino que estaba reposando porque justo acababa de comer, por lo que no pensaba en ello-, y súbitamente mi alma fue elevada y vi a la santa Virgen en la gloria. Y entendiendo que una mujer hubiese sido puesta en tanta nobleza, gloria y dignidad como en las que ella estaba y el modo en el que ella rezaba por el género humano, me deleité muchísimo. Ya la veía con una actitud tan humana y virtuosa que era intensamente inefable, por lo que de manera inefable yo me deleitaba. Y mientras yo miraba esto que digo, apareció súbitamente Cristo sentado junto a ella en humanidad glorificada. Y yo entendía de qué manera fue crucificada su carne, torturada y llena de oprobio. Y entendiendo todas las penas e injurias y desprecio- que entonces entendía admirablemente-, de ninguna manera me dolía por ellos, al contrario sentía tanto deleite que no lo puedo narrar. Y perdí el habla y pensaba en morir, y para mí era una pena absolutamente insuperable que no muriera, por lo que no llegaba inmediatamente a aquel inenarrable bien que veía. Y tuve esta visión continua, sin interrupción, durante tres días. Y no se me impedía comer ni ninguna otra cosa, aunque yo muy poco comía y yacía de continuo. Y yacía y no hablaba, y cuando se me nombraba a Dios no lo podía soportar por su inmenso deleite.” (Ángela de Foligno 2014, c.7, 97). 

El deleite de Ángela procede de que “una mujer hubiese sido puesta en tanta nobleza, gloria y dignidad”, lo cual está en consonancia con el deleite que siente ante Cristo glorificado, después de haber mencionado la Pasión. De algún modo, la humillación de la cruz es equiparable a la humillación de ser mujer y la alegría de Ángela consiste en la transformación de tales humillaciones en gloria. Una magnífica pintura conservada en el Wallraf Richartz Museum de Colonia debida al Maestro de la glorificación de la Virgen nos muestra la gloria de María como objeto visionario, en este caso no de Ángela de Foligno, sino de Brígida de Suecia (sancta Birgitta), que aparece en el ángulo inferior izquierdo (Lévi d’Ancona 1957, 63). Dudando un día la santa de qué debía ser leído en su monasterio, se le apareció Cristo diciéndole: “Te mandaré a mi ángel, para que sea leído en los maitines ante las monjas de tu monasterio en honor de la Virgen, mi madre lo que él te revele y dicte. Y tú escribe eso que será dicho por ti. Entonces la beata Brígida, en su celda cuya ventana daba al altar mayor donde a diario podía ver el cuerpo de Cristo, se preparaba cada día para escribir con papel y pluma en mano mientras esperaba al ángel del Señor.” (Birgitta 1972, 1-4). En la pintura, María con el Niño ocupa la parte central rodeada de ángeles, dos de ellos a punto de colocarle la corona, y aureolada con un oro que es el mismo que sirve para crear el fondo sobre el que se han situado las figuras. Un oro que quiere ser presencia de la luz. 
La gloria de María, como la gloria de Jesús, es la manifestación de su luz. Como definió Andrea Andreopoulos :

La transfiguración es ante todo una celebración de la gloria de Dios y de la divina luz. En el Nuevo Testamento, en especial en el Evangelio de Juan, luz es sinónimo de Dios y una de las metáforas de los Padres de la Iglesia usada repetidamente y de modos distintos, para referirse a la divinidad. Desarrollaron algunos fragmentos sucesivos de la teología de la luz, construída sobre el tema juánico de la luz frente a las tinieblas y según la tradición platónica del sol como metáfora de la divinidad (Andreopoulos 2005, 15). 

Muchos de los escritores del siglo IV – Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa, y más tarde el pseudo Dionisio desarrollaron simultáneamente una teología de la luz. Este periodo fue muy importante para el posterior desarrollo de la teología bizantina y en particular de la teología de la transfiguración (Andreopoulos 2005,  63). En particular la tradición hesicasta se basó en la divinidad de Cristo en el Tábor, es decir que en su ascesis contemplativa y de oración incesante se trataba ante todo de participar en lo que se denominó propiamente la “luz tabórica”, una luz otra que era la luz increada. (Andreopoulos 2005, 19, 63). Si la palabra ‘hesicasmo’ fue empleada desde el siglo VI como sinónimo de eremitismo frente al cenobitismo que era la vida monástica en comunidad, se enriqueció considerablemente con Gregorio Palamas en el siglo XIV en su controversia contra Barlaam. De esta controversia se ha conservado un documento excepcional: la carta del 10 de junio de 1341 del ex emperador Juan Cantacuceno al obispo Juan de Carpasia en la que contó los ataques contra la hesiquía por parte del calabrés Barlaam en el Sínodo en las tribunas de santa Sofía (Rigo ed. 2007, 15, 19). La luz increada concentró la experiencia mística del hesicasmo y además impregnó las artes, creando una nueva iconografía de la Transfiguración.  Andreopoulos habla de que en el siglo XIV tuvo lugar un “cambio dramático” con la introducción de la mandorla hesicasta tal y como aparece por vez primera en una iluminación de un manuscrito de Juan VI Cantacuceno. Fechada entre 1370 y 1375, cuarenta años después de que Juan VI defendiera la teología hesicasta de Gregorio Palamas. (Andreopoulos 2005, 228). Citaré la descripción que hace Andreopoulos de esta peculiar mandorla:

Esta magnífica mandorla, con o sin rayos, captura de inmediato al ojo. Consiste en dos cuadrados cóncavos superpuestos, o mejor un cuadrado y un rombo dentro de un círculo. Algunos estudiosos interpretan este complejo diseño como una estrella dentro de un círculo, pero esta interpretación carece de soporte teológico. Frecuentemente Cristo es aludido como sol de justicia, pero nunca como estrella; para no mencionar que el octógono formado por los dos cuadrados no tiene nada que ver con una estrella. […] Parte de la exégesis patrística identifica la Transfiguración como una revelación de la Trinidad, entendiendo que las tres formas representan las tres hipóstasis de Dios. Sin embargo, las formas no son iguales como lo son los tres ángeles de la Trinidad del Antiguo Testamento, por ejemplo. […]
Otra interpretación se centra en el octógono formado por el cuadrado y el rombo. El significado de los seis/ocho días que preceden a la Transfiguración ha sido discutida en relación con el significado cósmico de la Transfiguración (Andreopoulos 2005, 230-1)
 

No puede pasar desapercibido el carácter mandálico de la mandorla hesicasta. Siguiendo a Jung y a Giuseppe Tucci, Andreopoulos se decanta por entender la mandorla como un “mapa cósmico sagrado del universo” (Andreopoulos 2005, 235). Si dejamos de lado las interpretaciones que buscan un significado concreto, y atendemos a una impresión general, no hay duda de que lo que atrae la mirada de esta mandorla hesicasta es su geometría y la luz que se desprende de ella. A mí me pareció que esta mandorla hesicasta puede ser comparada con obras de nuestro tiempo, como las proyecciones lumínicas de Javier Riera [fig. 10]. En la exposición titulada El lugar discontinuo en el Museo de Bellas Artes de Asturias (4 de noviembre de 2021 al 6 de febrero de 2022)

Riera expuso unas instalaciones lumínicas y geométricas. Se trataba de proyecciones de vídeo sobre tela, en que las figuras eran el resultado de ecuaciones matemáticas. Sintetizó sus intenciones diciendo que “La instalación de luz tiene un carácter inmersivo y de ocupación escultórica del espacio, creando un flujo de imágenes abstractas en cambio constante, dando lugar a un espacio meditativo diseñado para ser habitado, al menos transitoriamente, por el espectador.” (Riera 2022, 67). Al contemplar las distintas figuras en constante transformación, -estrellas de cuatro puntas, líneas sigmoideas que en un momento forman el número del infinito, o cálices de flore que se van abriendo, cerrando y girando,- sentí que esas figuras querían “remitirnos a una última realidad” (Cirlot 2022, 63). No hay duda de que la mandorla-hesicasta y las proyecciones lumínicas de Javier Riera proceden de una experiencia de luz interior. El hesicasta Máximo el Kausokalyba (1270-1365) tuvo según su biógrafo una visión de la Madre de Dios en la gran montaña del Athos:

Y estando despierto, el santo vio a la Madre de Dios como a una soberana rodeada de muchos jóvenes dignatarios. Llevaba en brazos al Hijo, demiurgo de toda la creación. Entonces el santo, comprendiendo por la luz inaccesible que no puede ser simulada -luz que estaba en la Madre de Dios y que brillaba en todas parte- que todo esto no era fruto del error, sino de la verdad, empezó a cantar a la Madre de Dios: “Te saludo, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28), y “Es digno en verdad”. Así pues postrado en el suelo adoró al Señor junto a la Madre de Dios y recibió la bendición del Señor y estas palabras de la soberana […]. Diciendo esto, puso a su disposición el pan celestial como alimento y confortación del cuerpo. Cuando el santo puso el pan entre los dientes, una luz divina y celestial lo envolvió, oyó un himno angelical y la Madre de Dios desapareció de su vista, elevándose en el cielo. Los ángeles cantaban el himno para la subida a los cielos de la espléndida Reina. […]Tras haber transcurrido allí algunos días, retornó a la cumbre del Athos y buscó el lugar en el cual la Madre de Dios se le había aparecido glorificada. Y llorando deseaba ver de nuevo cuanto había visto, mas no lo obtuvo. Los sentidos del santo pudieron percibir, como la otra vez, solo invisiblemente la luz y el divino perfume. De este modo quedó lleno de alegría y de felicidad indecibles.” (Rigo ed. 2007, 101-102)

10 | Javier Riera, El lugar discontinuo, instalación lumínica, proyección de video sobre tela, Medidas variables, 2021.

*Todos los textos citados que en la bibliografía aparecen en su lengua original (inglés, francés o latín) han sido traducidos por mí.

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Abstract

Il testo, scritto dall’autrice in occasione della mostra Emociones. Imágenes y gestos del pasado y del presente (Barcellona, 30 novembre – 26 maggio 2024), da lei curata, si propone come un “itinerario emozionale” attraverso alcune costanti affettive (la passione, ferita, la gloria) del pensiero visuale cristiano e occidentale. Più nel dettaglio, facendo dialogare tra loro sculture medievali e moderne, opere del XX secolo e video-arte contemporanea, il saggio evidenzia le continuità tematiche e semiologiche rinvenibili in testi visivi pur così differenti, ponendoli in relazione con alcune opere letterarie e filosofiche fondamentali della cristianità (ad es. il Libro dell’Esperienza di Angela Da Foligno e La Città di Dio di Sant’Agostino).

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